En muchos lugares del mundo donde se desencadenaron hechos dramáticos que cambiaron la historia suele haber una placa o estatua. En la primera planta del infame mercado de Wuhan donde empezó a cambiar el mundo hace un año, todo lo que quedan son tiendas vacías y pasillos que huelen a desinfectante. En la segunda planta, solo hay algunos puestos de baratijas y gafas de sol.
Las aceras de la calle Xinhua, donde se sitúa la entrada, están ocupadas por una barrera de paneles azules donde se alternan macetas con palmeras y carteles que informan de los motivos del cierre. A la vuelta de la esquina, las calles de Wuhan, una urbe de más de 10 millones de habitantes, bullen de actividad. El olor de los puestos callejeros de comida rápida ha vuelto a llenar el aire de una ciudad que hace meses dejó atrás la pandemia que aún azota a gran parte del mundo.
El nombre de Wuhan, casi desconocido en 2019, quedará para siempre asociado al de un virus que ya ha infectado a más de 80 millones de personas y ha matado a casi dos, además de golpear a la economía mundial. Paradójicamente, Wuhan es hoy uno de los lugares más seguros del mundo contra la pandemia y prácticamente ha recuperado el pulso comercial que tenía hace 12 meses.
Desde el verano no se detecta ningún contagio local, el comercio y la industria están despegando con fuerza y, aunque hay controles, no hay casi restricciones. Teniendo en cuenta que en mayo 2 de cada 3 enfermos de Covid de todo el mundo estaban en Wuhan, y que la ciudad mantuvo un estricto confinamiento de 76 días bajo un régimen de limitaciones inimaginable en Europa, no es de extrañar que hace poco la televisión pública china proclamase: «el mundo nos mira con envidia». A Wuhan y a toda China: Deutsche Welle informaba hace poco de que la economía china superará a la estadounidense en 2028.
A cinco minutos andando desde el mercado húmedo (llamado así por comerciar con productos perecederos), la residencia para mayores Renshoutang continúa aplicando estrictas medidas de seguridad. Sólo se permiten visitas en el hall de la planta baja, una vez a la semana por residente y durante un par de horas. Los 600 ancianos y 200 empleados que se encontraban allí el 20 de enero no pudieron pisar la calle hasta seis meses después, y recuerdan el confinamiento como un período angustioso en el que faltaban el material sanitario, la información y, en muchas ocasiones, la esperanza.
La medicina tradicional china, una de las principales causas de que en el mercado se vendiesen zorros, cocodrilos, cachorros de lobo, salamandras, serpientes, puercoespines, camellos o ratas (aunque no murciélagos) era y sigue siendo muy popular entre los abuelos chinos, y aunque Pekín ha prohibido el comercio de animales salvajes, aún se permite su uso en remedios medicinales.
Covid-19, la exposición
Muchos países, como España, han sufrido las consecuencias de un año pésimo para el turismo. Por eso, que precisamente Wuhan se esté convirtiendo en un destino apreciado por los viajeros –chinos y extranjeros-, es una muestra más de lo diferente que es la situación aquí con respecto al resto del mundo. Hasta el 15 de enero se puede visitar en esta ciudad una gran exposición ‘Covid-19’ en un pabellón que alberga más de 1.000 fotos y otros tantos objetos que muestran la “lucha ejemplar” que china está librando -o que ha librado, pues todo está pensado para dar la impresión de que se trata de algo ya superado- contra el virus.
Uniformes de médicos, vehículos de la policía, grandes pantallas de vídeo y maniquíes portando ropa militar que avanzan de manera ordenada y decidida a socorrer a la población llenan las salas de un recinto que parecería una broma pesada en cualquier país europeo. Los grupos de turistas llegan a diario desde Pekín y otras grandes ciudades para disfrutar de un tour que incluye una visita al hospital Leishenshan, construido en dos semanas, y cuyas fotos dieron la vuelta al mundo. En las vacaciones nacionales de octubre, más de 18 millones de turistas visitaron Wuhan. La agencia de turismo china anima especialmente a los extranjeros residentes en China a visitar Wuhan y “contar al mundo la verdad”.
Esta pretensión choca con la realidad de ciudadanos chinos, como la periodista Zhang Zhan, que hizo públicos vídeos de crematorios abarrotados, hospitales desbordados y policías y soldados golpeando brutalmente a quienes se saltaban el confinamiento. Zhan ha sido sentenciada a cuatro años de cárcel por «provocar desórdenes», a pesar de que la mayor parte de la información que difundió era gráfica, sin manipular y emitida directamente desde Wuhan. Aunque al menos otras ocho personas han sido condenadas por razones parecidas, Zhan es la primera periodista enjuiciada por informar sobre la pandemia. Otros tres chinos perseguidos por las autoridades están desaparecidos desde febrero.
La principal diferencia entre la estrategia china para contener la pandemia y occidente está en que Pekín decretó confinamientos estrictos y sin excepciones, en vez de modular las restricciones según evolucionaban la economía y el número de infecciones. Wuhan fue una ciudad muerta durante mes y medio, y tras ese tiempo los contagios prácticamente desaparecieron.
Además, cuando se detecta un brote, la reacción es rápida y fulminante. En octubre se detectaron cinco casos en un hotel de 5 estrellas de Hong Kong; el edificio completo fue evacuado en horas, los 100 empleados puestos en cuarentena y el hotel se clausuró por dos semanas. En la ciudad portuaria de Qingdao, tras detectarse 6 casos en un hospital, se practicaron tests a los 9,5 millones de habitantes en 5 días, y en cuestión de horas a los 140.000 empleados sanitarios y nuevos pacientes ingresados en centros de salud.
La prensa china publica constantemente testimonios de ciudadanos que se muestran orgullosos de haber sido testados en hasta diez ocasiones, mientras se muestran «tristes» por las dificultades de «otros países» donde la situación es similar a la que ellos dejaron atrás hace mucho.
En algunas ciudades, el personal sanitario goza de un 15% de descuento al comprar un piso, en las entradas a las urbanizaciones y colonias residenciales se comprueba el código de seguridad de cada residente que entra o sale, cada día se riegan las calles con desinfectante y aunque no es obligatorio el uso de mascarilla, la mayoría de la gente las lleva voluntariamente. Wuhan y sus habitantes parecen haber aprendido la lección que otras partes del mundo parecen condenadas a repetir todavía.
«En China ya había gente que usaba la mascarilla para salir a la calle debido a la contaminación o simplemente como prevención contra la gripe; llevarla ahora no es una gran diferencia. Además, mientras que en occidente la gente se cuestiona su uso pensando en si ellos lo necesitan o no, en las sociedades asiáticas pensamos más en las consecuencias que nuestros actos tienen en los demás, en la comunidad. Desde fuera puede parecer que somos más dóciles y sumisos, yo lo veo así: somos más responsables y conscientes», afirma a través de Twitter Yip, un residente de Wuhan de 31 años que enseña inglés en esa ciudad. «¿Que si creo que hemos aprendido algo de todo esto? Creo que todavía estamos aprendiendo», concluye.