El accidente durante el safari de Botsuana cambió la percepción que la sociedad tenía del Rey, puso la lupa sobre el Monarca y abrió la puerta a ocho años de escándalos.
El annus horribilis de la Monarquía española empezó en abril de 2012, a 7.600 kilómetros de Palacio, en Botsuana, en una cacería con la empresaria Corinna Larsen, y ha durado mucho más de 365 días. De hecho, aún no ha terminado, aunque don Juan Carlos ha anunciado que se va de España para no seguir perjudicando a su hijo, ahora en el trono. Ni era el primer safari de Juan Carlos I ni la primera mujer, pero iba a marcar, como descubrió pronto la Casa del Rey, “un antes y un después”.
El país estaba entonces al borde del rescate, con la prima de riesgo y el desempleo disparados. Unos días antes del viaje, el Rey había dicho que le quitaba el sueño que los jóvenes no tuvieran trabajo en España. Un percance —se cayó y se rompió la cadera— impidió que, como había ocurrido en otras ocasiones, la opinión pública no se enterase de la escapada. La Zarzuela barajó todas las opciones, incluida la de ocultar lo ocurrido, pero a las 9.30 del 14 de abril de 2012, 81º aniversario de la II República, informa de que don Juan Carlos ha sido operado de urgencia tras sufrir un accidente en un safari. El viaje para matar elefantes, con un coste de más de 40.000 euros, lo había pagado Mohamed Eyad Kayali, asesor de la familia real saudí que en 2016 aparecerá en los Papeles de Panamá como apoderado en 15 sociedades offshore. El Rey no estaba solo; le acompaña una mujer de nombre exótico que los españoles terminarán por aprender a fuerza de oírlo muchas veces durante los siguientes años: Corinna zu Sayn-Wittgenstein ―si tomaba el apellido de su exmarido para presentarse como princesa―; Corinna Larsen de soltera.
La reina Sofía tarda tres días en ir a visitar a su marido al hospital. En medio de una crisis inmisericorde, el país se enfada con su Rey campechano, de cuya pregunta “¿por qué no te callas?” a Hugo Chávez se habían hecho politonos y hasta camisetas ―le regaló una al propio presidente venezolano al año siguiente de su disputa en la Cumbre Iberoamericana―.
Don Juan Carlos consulta a varias personas de su confianza. Se asusta. Con su equipo, dedica varias horas a elaborar un discurso de 11 palabras: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Antiguos empleados de Palacio se llevan las manos a la cabeza —”¡Un rey no pide perdón!”— , pero el gesto, explican fuentes de la Casa, debe ser proporcional al enfado. “Le humanizó”, dirá el entonces ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, a quien el Monarca pidió que recibiera a Larsen, ahora imputada en Suiza por un delito de blanqueo agravado de capitales.
Las encuestas que La Zarzuela encarga periódicamente para su estricto consumo interno empiezan a mostrar una caída en picado del juancarlismo. “Todos los Borbones han cazado y han tenido amantes, pero España atraviesa una crisis muy grave y la nueva generación de españoles no tolera lo que antes sí era tolerado”, explica la historiadora francesa Laurence Debray, autora de la biografía del Monarca, Juan Carlos de España (Alianza Editorial, 2014).
La Casa del Rey pone en marcha entonces una campaña de gestos para tratar de frenar el deterioro, pero a veces tienen un efecto rebote: evidencian otros problemas o señalan viejos errores. Así, se publican por primera vez las cuentas de la institución, lo que sirve para recordar que no se conoce el patrimonio personal del Monarca.
Y don Juan Carlos renuncia al Fortuna, un yate de 18 millones de euros que costaba 20.000 euros arrancar, lo que sirve para recuperar la historia del barco: un regalo pagado a escote por 25 empresarios y el Gobierno balear. En la biografía de don Juan Carlos, Debray explica una singular relación con el dinero: “Había conocido de joven la humillación de depender económicamente de los ricos aristócratas españoles que fueron voluntariamente asegurando el tren de vida de la familia real en el exilio”.
Para enero de 2013, varios miembros de la familia real y de su equipo han leído un estudio titulado Las monarquías como marcas escrito por tres expertos en marketing que se habían entrevistado con los Reyes de Suecia, la princesa Victoria y varios de sus asesores de comunicación. La conclusión es que la institución depende de dos apoyos: el de la población y el del Parlamento y basta que desaparezca uno de ellos para el desahucio. La Zarzuela había empezado a perder, aquella madrugada en Botsuana, la iniciativa: ya no podía hacer planes ni marcarse objetivos y pasará los siguientes años reaccionando ante escándalos y buscando la forma de hacerlo perdiendo la menor cuota de mercado.
En la política, fuentes del PP y del PSOE empiezan a acusarse mutuamente de haber consentido demasiado al Rey, de no haber vetado suficientemente sus escapadas, de la misma forma que antes se acusaban mutuamente de cargar demasiado las tintas a favor del Gobierno de turno en los discursos del Monarca que ellos redactaban. El caso Urdangarin y el safari de Botsuana pusieron una lupa de grandes dimensiones sobre una institución sin poder ejecutivo cuya razón de ser y primera misión es la ejemplaridad, dar una buena imagen. Después de la caída del Rey a 7.000 kilómetros de Palacio, su yerno y su hija Cristina empiezan a recibir el trato de cualquier otro representante público imputado. Urdangarin terminará en prisión y los errores de don Juan Carlos, presentes y pasados, quedan al descubierto.
Se recuerdan entonces las amistades peligrosas del Monarca: Mario Conde, Javier de la Rosa, Manuel Prado y Colón de Carvajal, que pisaron, todos ellos, la cárcel. Aparecen las primeras informaciones sobre su patrimonio y herencia. Se rememoran episodios que habían pasado inadvertidos, como los ocho millones de pesetas que la Casa del Rey había pagado para evitar la publicación de las cartas de amor que un jovencísimo Juan Carlos escribía a la condesa Olghina de Robilant, o su relación, más adelante, con la decoradora Marta Gayá…
Esas encuestas que La Zarzuela recibía en secreto, así como los análisis de redes sociales que ha empezado a encargar, solo llevan a una conclusión: se han quedado sin margen de error. Con el propósito de salvar la imagen de la institución, don Juan Carlos, que años antes había comentado que los reyes se mueren, no abdican, cede el trono a su hijo. La generación posterior al 23-F, la que no oyó el ruido de sables, muestra mayoritariamente su apoyo a la república frente a la monarquía en una encuesta de Metroscopia publicada ante la proclamación de Felipe VI en 2014. Debray entrevista a don Juan Carlos unos días antes de hacerse pública la abdicación: “No me gusta el poder”, le dice. “Cree que ya ha cumplido”, interpreta la historiadora.
Pero la lupa sigue ahí. Se descubre que don Juan Carlos había transferido 65 millones de euros a Corinna Larsen. Que tenía cuentas en Suiza. Y una fundación en Panamá en la que había incluido a su hijo como beneficiario y que motivó que Felipe VI renunciase a su herencia y retirase a su padre la asignación de dinero público.
“Si el rey hubiera muerto antes de la famosa caza al elefante, habría muerto siendo un héroe, el hombre del milagro de la Transición a la democracia, el símbolo de la modernización de España”, opina Debray, que de pequeña tenía un póster suyo en la habitación. “Creo que nadie se esperaba un final tan triste, en el que solo se habla de corrupción y amantes y se olvida su obra política. Es el desencanto total. El final trágico escrito en un destino triste: nacer en el exilio, crecer en un duro internado en Suiza, perder a un hermano, vivir en España dependiendo del enemigo de tu padre, Franco…”.
Llevaba escrita desde el siglo XVIII. La frase pertenece a lord Bolingbroke: “Como reyes nunca deben olvidar que son hombres; como hombres, nunca deben olvidar que son reyes”.