Íngrid Betancourt, una mujer secuestrada por Las Farc, recuerda su sufrimiento con la generosidad de perdonar para que Colombia pueda tener paz después de 50 años de guerra.
Cuenta como en la selva «lo que era anormal se volvió normal» y segura que allí la mujer es vista como un enemigo. «Yo era una política, por lo tanto, yo era corrupta y mala. Era un enemigo de clase».
- Pregunta:¿Cómo es la vida de una persona que ha estado secuestrada durante seis años y cuatro meses?
Respuesta: Mi vida es como un vector que sigue una misma línea. Mi acción fundamental siempre ha sido entender a Colombia y aportar el tránsito por la selva en manos de las Farc. Fue una inmersión profunda en una realidad colombiana. Muy dolorosa que me permitió entender esa ruptura de dolor, de exclusión, de pobreza, de vivir el hambre y las dificultades, el abuso, la falta de libertad. Y cuando salgo, ese vector sigue con una profunda espiritualidad que me llevó a estudiar teología.
Pero, ¿cómo cambiamos el mundo para no acomodarnos con la injusticia, con la explotación? y si hablamos de Colombia en concreto de la corrupción. Estar secuestrada seis años me lleva a plantearme cómo vamos a liberar a los colombianos para que vivan la vida que se merecen.
- P: ¿Cómo vivió su secuestro? ¿Se llegó a acostumbrar? ¿Qué pensaba?
R: Yo tuve siempre una obsesión, que era la de liberarme. Hice muchos intentos de fuga. Fui castigada, fueron momentos muy difíciles. De hecho Raúl Reyes, que era uno de los comandantes de las Farc dijo que yo era una mujer provocadora, grosera y rebelde. Y lo he sentido como un gran piropo. Por enfrentar ese abuso, esa violencia y no perder mi alma y poder salir de allá con una capacidad para ser feliz, para amar, para seguir luchando por mi país, pues doy las gracias. He tenido una gran suerte.
- P: Usted pensaba en escapar continuamente.
R: Yo estuve encadenada a un árbol, por el cuello durante más de 5 años.
- P: ¿Sin moverse?
R: Pues, alrededor del árbol. Allí es cuando palabras como dignidad humana dejan de ser abstractas. Dignidad humana es cuando uno tiene la opción de vivir su vida, de escoger con quién está y qué hace. Cuando a ti te quitan eso, te quitan tu humanidad. Pierdes tu libertad, tu capacidad de amar, de escoger, de relacionarte con los demás. Psicológicamente, la pérdida de la libertad te confronta con lo más profunda del ser humano.
Por eso, la pandemia también fue un secuestro, una pérdida de libertad. Nos tocó quedarnos en nuestras casas, aprender a vivir sin salir de cuatro paredes, sin desesperarnos, aprender a amar en la angustia. Este hacinamiento nos abre una compuerta de reflexión profunda para las grandes transformaciones que la Humanidad necesita. Tenemos la obligación de acabar con la pobreza que quedó muy patente con la pandemia.
- P: ¿Tuvo oportunidad de reencontrarse con los jefes de las Farc?
R: Sí, pero no con mis captores, que son la expresión del abuso humano y de la maldad. Yo vi a sus jefes. Cuando me liberan en la ‘Operación Jaque’ que lidera Juan Manuel Santos – de ahí la relación especial que tenemos los dos – , mis verdugos suben al helicóptero con los 15 que estábamos allí secuestrados.
Los dos comandantes, uno era César, alias César y el otro era ‘Gafas’ cuyo nombre real es Alexander Farfán. A César lo extraditaron por narcotráfico a los Estados Unidos y no sé más, pero, Alexander cumplió 10 años de cárcel y tuve la posibilidad de ver su declaración ante la justicia transicional. Me llamó la atención la incapacidad que tenía de ponerle palabras a lo que nos había hecho. Su narrativa era justificadora: a mí me dan órdenes, yo tenía que cumplir, e Ingrid trataba de escaparse, a mí me tocaba amarrarla, me tocaba encadenarla, es decir, revertía la culpa de todo lo que nos hicieron sobre las víctimas.
Siento que había una incapacidad de sentir humanamente el daño que había hecho. Y yo creo que eso es algo que a mí me ha hecho reflexionar mucho. Esa dificultad de sentir empatía es lo que yo llamo tener «la cabeza rayada», no piensa uno correctamente. La guerra nos cambió el chip mental. A m en la selva me pasó que lo que era anormal se volvió normal, el abuso, los golpes, el hambre. Cuando a uno le tiraban la comida al suelo no había ninguna reacción porque me lo hacían 800 veces, me quedaba sin comer. Eso era lo normal. Cuando yo salgo en libertad y veo que a los colombianos les abusan y esas historias en Colombia son miles, ese secuestro colectivo.
- P: ¿Alguien le ha pedido perdón? Y, ¿ha perdonado?
R: Es curioso porque intentaron hacer una especie de perdón colectivo, de manera abstracta, nunca o han hecho personalmente, dirigiéndose a mi o a alguna de las víctimas. Yo sé que es un proceso muy difícil, porque viven en lo abstracto, sobre todo los comandantes que eran los que mandaban y daban órdenes.
- P: ¿No tenían compasión?
R: Eran jóvenes campesinos que venían de una experiencia de abuso, cocaleros, trabajaban en las redes del narcotráfico, sembrando la coca. Entraban en la guerrilla como una manera de salir de ese mundo de abuso entre las mafias el ejército y la policía. Entran en la Farc y se sienten empoderados y respetados porque tienen un arma. Nosotros éramos los malos, yo era una mujer, esto es un sistema machista, la mujer es vista como un enemigo, porque puede seducir, yo era una política, por lo tanto, yo era corrupta y mala y oligarca, era un enemigo de clase, yo era colombiana y francesa, por lo tanto yo era una traidora.
En mi se resumía todo lo que ellos odiaban y al odiarme, se vengaban por lo que ellos habían sufrido, había razones personales, de organización institucional. Ellos eran víctimas de un lavado de cerebro, en contra nuestro, para garantizar que no nos escapáramos. La situación fue muy difícil, hubo mucho abuso. Hombres y mujeres, jóvenes y menso jóvenes. A mí me tocaron niños de nueve años con fusiles que eran perversos. Era muy doloroso ver niños con semejante perversión violenta y sexual.
Cuadros de comportamientos muy graves, psicológicamente hablando. Tengo en mi cabeza, en alguna ocasión y como tesoros de humanidad, algún muchacho que tuvo un gesto de humanidad y de compasión, alguna palabra de respeto. Dos niñas que vinieron a refugiarse un poquito porque habían sido maltratadas ellas también. Yo debía representar para ellas como la imagen de la madre. Y ahí hubo compasión y solidaridad.
Cuando yo salí de la selva, dije que eran cosas que sucedieron en la selva y que se quedaban en la selva. Después escribí un libro, ‘No hay silencio que no termine’ y ahí narré lo que se podía contar. Pero hay cosas que ensucian el alma, la propia y la ajena, y que tienen que morir ahí.
- P: Ha apoyado este proceso de paz y debe de ser muy doloroso….
R: Yo creo que las víctimas hemos hecho un aporte fundamental. El pasar por encima de nuestro dolor, de nuestros recuerdos, de nuestras familias, de nuestros hijos, de los traumas infinitos. Hemos pasado por encima de todo esto, por amor a la familia extendida mía que es Colombia.