Se estrena por fin en las pantallas españolas la turbia y desoladora obra maestra que Jonathan Glazer presentó en Venecia en 2013
En marzo de 1914, la sufragista Mary Richardson arremetió con un cuchillo contra La Venus del espejo de Velázquez. Lo hizo en un acto de denuncia por la detención de su compañera Emmeline Pankhurst el día anterior. «He tratado de destruir la imagen de la mujer más bella en la historia mitológica como protesta por la destrucción de la señora Pankhurst, el personaje más bello de la historia moderna», razonó tras ser detenida. En su declaración posterior manifestó la repulsión que le causaba cómo los visitantes (hombres) de la National Gallery permanecían ante la representación de la diosa en un óleo que, con el espejo vuelto hacia el espectador, esconde todo lo muestra. Se diría que el propio cuadro está ahí para la provocación. Y de su mano, la denuncia. La inteligencia con la que exhibe su poder y su belleza hace que el espectador se vea obligado a tomar partido. De nuevo, como en Las Meninas, lo que está en juego son los mecanismos de poder y dominación que mueven tanto a la mirada como a la propia representación.
Decir que Under the skin, la película ya de culto firmada por Jonathan Glazer y protagonizada por Scarlett Johansson que este viernes (siete años después de su presentación en el Festival de Venecia) llega a los cines, replica a su modo los mismos seísmos que el óleo del sevillano quizá suene exagerado. O simplemente simple. Surrealista quizá. Al fin y al cabo, la distancia que media entre el lienzo de siglo XVII y la cinta de ciencia ficción del XXI se antoja, como toca, estratosférica. Y sin embargo, a poco que se mire de cerca, tanto uno, el cuadro, como otra, la película, están ahí para la conmoción, el asombro y, dado el caso, el acuchillamiento insensato de cada uno de los lugares comunes que nos abastecen en la cotidianidad del sentido común.
A Glazer llevaba años obsesionándole la novela de Michel Faber publicada con el cambio de milenio. Allí se cuenta en tono entre satírico y muy crudo la historia de una extraterrestre que aterriza entre nosotros para sobrevivir y, de paso, desnudar cada uno de nuestros vicios. Digamos que de la misma manera que nosotros tratamos a los animales que nos abastecen de carne, ella nos trata. El hecho de ser mujer la protagonista sirve para desnudar también los mecanismos de una cacería de homo sapiens masculinos que se alimenta de componentes tan poco nutricionales como el sexismo, la cultura de la violación o la cosificación de la mujer. Se trata, en definitiva, de eso; de dejar en cueros buena parte del ordenamiento descerebrado que nos hemos dado que igual arrasa con el planeta que justifica y legaliza sin pudor las más sangrantes injusticias. Cosas, obviamente, de la ciencia ficción.
CÁMARA OCULTA
Cuando el director se empeñó en pasar a limpio el texto en compañía de su guionista Walter Campbell desviaron el foco o, mejor, lo concentraron. De su mano, la película se detiene en el cuerpo de la protagonista. O, en más crudo si se quiere, en su carne abierta de par en par. Desnuda. Y allí, entre lo que muestra y oculta, acierta a construir una fábula magistral, turbia y muy triste de nosotros.
Originalmente, Under the skin vivió un primer momento de superproducción con Brad Pitt dentro secundado por una compañera alienígena. Como en la novela, el procesamiento de la carne humana tendría que tener un lugar explícito y principal. Y así, hasta que la historia se fue a la esencia para dejar que la sugerencia (lo que se esconde) ocupara el lugar central. Como en sus anteriores trabajos, el cineasta británico juega a desmadejar, triturar y volver a reconstruir los géneros en un minucioso, envolvente y magnético ejercicio de pulso cinematográfico. Preciso y visionario. En su debut en la dirección, Sexy beast, convertía una comedia en algo mucho más desasosegado, para años después, en Reencarnación, la cinta protagonizada por Nicole Kidman, transformar las claves del fantástico en una manera semiautista y profundamente emotiva y gélida de mirar el mundo.
Ahora todo es Scarlett Johansson que devora la cámara tanto como a la propia mirada del espectador. Ella, la superestrella, ejerce de catalizador. Los hombres la miran y desean en su doble condición de mujer y celebrity como probablemente los hombres de los que hablaba Mary Richardson contemplaban ahogados en sus babas La Venus del espejo. Y ella, la extraterrestre, a cambio, se los come. La debilidad es su fuerza. Y al revés. Glazer hizo que Johansson aprendiera a conducir la camioneta con la que recoge autoestopistas, su alimento. Muchas de las tomas se hicieron con cámara oculta con espontáneos incapaces de reconocer que habían sido recolectados por una de las más cotizadas actrices de Hollywood. No hay más actores profesionales que ella. Y es ahí, en ese contraste de miradas que se replican en un espejo como el ideado por Velázquez, donde vuelan los cuchillos.
Cada escena discurre por la pantalla entre la alucinación y el sueño soportada por la música de Mica Levi que funciona como si unas uñas gigantes arañaran la pizarra del universo. La metáfora es del compositor. Una suerte de cámara oscura sumerge los cuerpos en un fluido negro que bien podría ser sangre de otros mundos. Scarlett se desnuda y se ofrece entera como Venus; se desnuda por primera vez y única. Lo hace a la vez que castiga y condena a los que miran. Es un desnudo perfecto y frío; tan perfecto y helado que se acierta a ver, como si de una nueva cuchillada de Ricahrdson se tratara, lo que hay detrás. Nosotros.
Al final, el viaje que condena a la extraterrestre es el mismo que condena al hombre: el descubrimiento de la humanidad escondida en cada una de las debilidades que nos definen. Y nos hieren.