Por Álvaro del Castillo.
Dicen que el problema no es que te mientan, sino que tú mismo te lo creas. Pues en Puertollano, el alcalde ha decidido creérselo todo. Absolutamente todo.
Es difícil saber si Miguel Ángel Ruiz, nuestro querido y sonriente regidor, vive en el mismo Puertollano que los demás o si ha sido abducido por una dimensión paralela donde las aceras brillan, los vecinos aplauden y todo huele a pisto recién hecho. El problema es que esa dimensión solo existe en su cabeza… y en el eco que repiten sus palmeros. Esos que, incapaces de contradecirlo, le dicen que todo está perfecto mientras la realidad se cae a pedazos. Y si alguien osa decir lo contrario, se le tacha de pesimista, de hater o de tener mala leche.
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Pero seamos serios por un instante. ¿En qué ciudad vive el alcalde? Porque si se paseara cinco minutos por las calles de El Carmen, Las Mercedes o Fraternidad sin el séquito ni la sonrisa protocolaria, vería aceras negras de mugre, restos secos de papeleras que nadie vacía y esquinas que han decidido convertirse en vertederos espontáneos. La promesa estrella de la limpieza urbana se ha quedado en eso: en promesa. Y ni siquiera en el centro, donde se concentran todos los esfuerzos, la cosa mejora. ¿O es que la Plaza del Ayuntamiento, las aceras en torno al Paseo o las propias calles peatonales no dan vergüenza?
Ah, perdón. Me olvidaba del gran operativo de limpieza exprés antes del Santo Voto: una máquina fregadora que en una hora dejó reluciente la zona de la Concha de la Música. ¡Milagro! Resulta que sí se puede… pero solo si hay una celebración y cámaras delante. ¿Y el resto del año? Pues ya veremos. Quizá sea una cuestión de prioridades. O quizá, simplemente, a nadie le importa.
Y mientras tanto, ahí está el alcalde. Cercano, simpático, campechano. Te da la mano, te sonríe y te dice lo bien que va todo. Pero la sonrisa no limpia las calles ni soluciona el abandono vecinal. Y si él no lo ve es porque está encerrado en una burbuja construida por quienes deberían advertirle, pero prefieren callar. Porque claro, más vale seguir cobrando que ser honesto. Qué importa si la ciudad va a la deriva, si yo tengo el despacho con la climatización ideal.
La burbuja del poder no la fabrican solo los poderosos, la inflan quienes, por miedo, ineptitud o comodidad, se convierten en cómplices. Y aquí, en Puertollano, sobran los cómplices. Esos que callan cuando deberían gritar. Esos que aplauden una cápsula del tiempo de plástico sin sellar —sí, lo han leído bien— como si fuera un proyecto NASA. Una buena idea convertida en hazmerreír por falta de profesionalidad. ¿Cuánto durará bajo tierra esa urna desarmable que se desmontó mientras la bajaban? Pues seguramente menos que la memoria del evento.
Y no hablemos del reparto fantasma de 2.000 raciones de pisto por los 100 años como ciudad. Un gesto simpático, sí… si alguien se hubiera enterado. Pero claro, la comunicación no es una prioridad. Se les avisa, se les insiste, se les grita: “no se está comunicando bien”, y ellos siguen como si nada. Comunicando mal o directamente sin comunicar. Porque cuando no sabes, no sabes. Y si no sabes, al menos escucha a quien sí.
¿Y qué decir de los barrios, esos territorios invisibles donde los vecinos se sienten de segunda? No tienen el mismo trato, la misma atención, ni la más mínima consideración. No hay proyecto de ciudad que valga si solo se piensa en el centro. No hay gestión que se sostenga si solo se ve lo que conviene.
En Puertollano ya no solo hay abandono físico, sino también emocional. La gente se siente ignorada. Y eso, señor alcalde, es la antesala del hartazgo.
Porque no todo es culpa suya, lo sabemos. Hay muchas decisiones delegadas, muchas responsabilidades compartidas. Pero usted eligió a su equipo. Y si se rodea de gente que no tiene ni idea, que improvisa, que no planifica, que se traga el manual de “cómo quedar bien con el jefe” y olvida que están ahí para servir a la ciudadanía, pues qué quiere que le diga: al final el error es suyo.
Reflexione. Despierte. Salga de esa burbuja que le han inflado sus palmeros. Dé una patada al suelo, huela el aire real, escuche más a los disconformes que a los aduladores. Porque los aplausos de dentro no tapan los abucheos de fuera.
Y ya que nos gusta hablar de tiempo y de historia, pregúntese: ¿qué leerán de usted cuando dentro de 50 años abran esa cápsula de plástico? ¿Dirán que fue un alcalde que lo intentó? ¿O uno que prefirió que le palmeen mientras la ciudad se apaga?
Álvaro del Castillo
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